El guerrero y el santo, decíamos. Sin embargo, Victoria Ocampo dice: “... héroes o santos de la grandeza de un Gandhi”. El espíritu de Victoria Ocampo es una gruta con una vuelta secreta y pública a la vez: el héroe, no será el guerrero. Ni la espada ni el nervio definirán al heroísmo. Este, por el contrario, será flaccidez, pasividad, quietud, “resistencia pasiva”. Pero aún así: ¿resistencia a quién? ¿Con quiénes se solidariza ese espíritu que se autodefine como fe en triunfo de la quietud y de la espera pasiva y como rechazo de toda violencia? La “resistencia pasiva” en Gandhi, para decirlo en lenguaje sartriano, estaba en situación. Representaba la respuesta concreta de un pueblo frente a las imposiciones y las negaciones de la nación colonialista. Era una lección moral ofrecida a la nación opresora –la más inteligente de las lecciones ya que se basaba en el espíritu mismo (“profundamente” cristiano, protestante: “evangélico”) en que Inglaterra estaba comprometida por su tradición y por su historia. Pero era a la vez una táctica política, un modo de luchar de acuerdo a una estrategia definida, a fines precisos y a objetivos determinados. La “resistencia pasiva” en boca de Victoria Ocampo se nos ocurre en cambio fantasmal. ¿Quiénes son sus aliados? ¿Quiénes, concretamente, aquéllos contra los cuales lucha? ¿Cuáles son los principios de los otros que ella reivindicaría para sí, al estilo Gandhi, para ajustar el contragolpe? ¿Lucha ella del lado de aquellos hombres que en una sociedad que los niega necesitan de una liberación concreta para ser hombres? ¿Está ella contra esa negación que los viene de una sociedad injusta que los quiere objetos, miseria, ignorancia, cualquier cosa menos hombres? “Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. ¿Pero Gandhi, de quien tenía que hacerse perdonar? El “pongo” boliviano, el “roto” chileno, el campesino guatemalteco, ¿tienen acaso deudores a quienes perdonar? ¿Qué es lo que tienen que hacerse perdonar? ¿Sus enfermedades, su fealdad, sus robos, sus crímenes? Es estúpido: ellos nacieron en una sociedad que los preparó pacientemente para que no puedan ser otra cosa. ¿Esas “hordas peronistas”, que salieron a las calles a quemar iglesias, qué era lo que tenían que hacerse perdonar? A no dudarlo: la falta de delicadeza... ¡Ay, de ustedes nuestros queridos socialistas, de ustedes que ayer sufrieron algunas cárceles no demasiado incómodas, posteriormente golpistas declarados y más posteriormente responsables de casi la totalidad de las medidas antidemocráticas del presente gobierno democrático, hábiles salteadores de sindicatos, hábiles salteadores resguardados por las fuerzas de la Infantería de Marina, casi-valientes de ayer y cobardes de hoy, sostenedores y justificadores de todas las violencias llevadas a cabo en nombre de la moral y de todas las comisiones investigadoras que aún no han dejado de tener metidas las narices en el sexo de las adolescentes que tuvieron relaciones con Perón, ay de ustedes nuestros queridos socialistas hoy con la mierda hasta los codos y que otrora habían puesto todo el honor revolucionario en el anticlericalismo, de ustedes aquellas “hordas” esperaron algunas palabras de justificación! Era necesario decir muy poco: no que la destrucción de los templos, de los cálices e íconos era brutalidad o fealdad, sino que eran ineficaces. No que la dignidad de la cultura o de alguna dignidad sin nombre y emplazada por encima de la cabeza de los hombres adosara ipso facto un juicio moral a aquellas destrucciones. No que la fealdad se asimila a la maldad y el parecer al ser, como en el moralismo más craso. Era simple, había que comenzar por explicarles que tenían razón, que los templos, símbolos arquitectónicos de una moral divina eran a la vez los símbolos de la inmoralidad humana, que la historia de la Iglesia era la historia de la lujosa justificación divina de la opresión humana y que en este sentido ninguna moral podía enjuiciar la destrucción de objetos religiosos –catedral o crucifijo de madera– que tan largamente habían oficiado de “pundonor solemne” a la violencia humana. Había que explicarles que tenían razón. Pero a la vez, había que decirles que de la razón no surge de por sí una táctica. Había que explicarles que estaban equivocados en su manera de tener razón. Había que explicarles que en el juego político los objetivos inmediatos pueden no coincidir con los fines lejanos, o que difícilmente coinciden, y que si los últimos no deben dejar de ser apuntados pueden en cambio traicionar a aquéllos que los desean alcanzar demasiado rápidamente. Había que decirles que no tenían razón en su modo de estar equivocados. Brevemente: había que hacer recordar la experiencia española. Aquellos años de rebeldía y de anarquía incendiaria que terminaron por fortalecer a lo que se quería destruir.
(“Sur” o el antiperonismo colonialista en 'Conciencia y Estructura'. Ed. Corregidor. Bs.As. 1990. pp. 114-116)
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